La noticia del asesinato en Etiopía de la cooperante española María Hernández Matas, mediada la tarde del pasado viernes, suspendió en el aire partidas de mus y dominó en el único bar de Sanchotello (Salamanca). Sus 225 habitantes, alma arriba, alma abajo, recogieron los tapetes verdes para acercarse a la pantalla y conocer detalles del destino de su paisana. Esa tarde, el pueblo de la serranía de Béjar se debía preparar para alejarse un poco de las mascarillas, pensar en la reapertura de la piscina y, sobre todo, organizar la llegada de los visitantes, muchos de ellos hijos de la localidad que, año tras año por estas fechas, vuelven con el inicio de la estación más esperada.
«Era una chica muy agradable y simpática. Venía todos los veranos, al menos unos días. Su muerte ha sido un golpe muy gordo, era muy querida», lamentan los vecinos en el bar La Morera, el único que permanece abierto. En Sanchotello todos conocían a María. A este pequeño municipio se escapaba siempre que podía. La última vez que estuvo fue hace apenas un mes, cuando fue a llevar a su madre antes de partir de nuevo a Etiopía. Allí recibió la progenitora la noticia del trágico fallecimiento de su única hija. Desde entonces no se la ha visto por las calles del coqueto pueblo, ya que permanece en casa, acompañada por la familia y tratando de digerir tan terrible pérdida.
Aunque la cooperante de 35 años nació en Madrid, pronto se trasladó a Sanchotello, donde vivió su infancia. Allí María conservaba su grupo de amigos y su peña. Rebeca, una de sus jóvenes amigas del pueblo, recuerda sin poder contener las lágrimas que «era una persona llena de vida, alegre y superhumilde».
De este pequeño pueblo salió, como otros muchos, con el firme propósito de formarse y ayudar a aquellos que más lo necesitan. «Podía tenerlo todo pero eligió ayudar a los demás», sostiene. La joven cooperante nunca rompió el vínculo con el municipio, que ha declarado tres días de luto oficial que se alargarán hasta el lunes. «Pensar en cómo ha muerto es terrible», lamenta Rebeca.
Desde muy joven, María Hernández Matas demostró una enorme vocación solidaria. Alternó sus estudios en Comercio Internacional y Economía (Universidad Carlos III de Madrid) con estancias de voluntariado, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, sin importar si le tocaba trabajar por los demás en verano o durante el curso. Colaboró con la Fundación García Gil y Adisli, que ayuda a personas con discapacidad intelectual, donde fue entrenadora de baloncesto. También fue profesora voluntaria en la Cañada Real (Madrid) y en el Colegio Regina Pacis de Bombai (India).
De África a México
Cuando acabó su licenciatura, en 2009, siguió trabajando de forma altruista por los demás, enseñando inglés y francés –pasó también un año de carrera en la Universidad Pantheón-Sorbonne de París– en el centro social Religiosas de María Inmaculada. También seguía vinculada a Iroko, una ONG que ayuda a poblaciones desfavorecidas a través de la gestión sostenible de recursos naturales. Ella echaba una mano con el proyecto para abastecer la demanda de agua potable en Togo.
En cuanto pudo, María hizo de su vocación solidaria su profesión. Tras trabajar en una consultoría de negocios y en el área empresarial de Fnac París, entró en Médicos Sin Fronteras en 2015. Con la frase de Mahatma Gandhi como máxima–«Sé el cambio que quieres ver en el mundo»–, María se fue a África. Su primer destino fue República Centroafricana, concretamente Bangui, donde trabajó como coordinadora financiera. Desde allí se trasladó a Yuba, capital de Sudán del Sur, donde ejerció la misma labor. En mayo se instaló en Yemen, primero en Saná y luego en Abs, donde debutó como coordinadora de proyectos.
«Estoy plenamente convencida de lo que hago y de la necesidad de estar aquí»
A mitad de 2018, la joven charra viajó a México, donde volvió a hacerse cargo del proyecto de la ONG como coordinadora. Allí, relata César Iván Valerdí, excolaborador de MSF México, se dejó la piel para conseguir más recursos con los que ayudar a los inmigrantes del país. «En menos de un año, el proyecto se expandió a los puntos de mayor relevancia», destaca. «Una de las frases que más se me quedaron de ella fue una que decía: ‘No hacer nada a la mitad de una crisis es ser cómplices de los opresores’. Además, era una mujer que disfrutaba de la libertad. Raras veces se quedaba en la oficina trabajando porque siempre había algo que hacer», cuenta el joven, que aún recuerda la celebración de su llegada, cuando le ‘demostró’ que los mexicanos también saben bailar. «Su valentía e inteligencia es algo que llevo conmigo».
En 2019 volvió a sentir la llamada de África, y fue destinada a Pulka, Nigeria, donde la organización gestionaba un hospital en el que ella iba a pasar las Navidades. «No es la primera vez y seguramente no será la última», contaba entonces a RNE. «Estoy plenamente convencida de lo que hago y de la necesidad de estar aquí. Pones en la balanza muchas cosas, sobre todo a la gente, la familia, los amigos. Pero al final del día, merece la pena». Llevaba apenas diez meses en Etiopía cuando la fatalidad se cruzó en su camino. También en el de sus dos compañeros, Yohannes Halefom Reda, asistente de coordinación de 31 años, y Tedros Gebremariam, un conductor de la misma edad. Sus colegas de MSF, al igual que su familia, están rotos. Y han decidido pasar el duelo en silencio.
Mientras, el Ministerio de Exteriores sigue trabajando para «agilizar» la repatriación del cadáver de la cooperante española, confirman fuentes diplomáticas, que esperan poder anunciar novedades en las próximas horas. Los trámites no son sencillos, puesto que Tigray, la zona donde sufrieron el ataque, vive en este momento un punto de inflexión dentro del conflicto armado que comenzó en noviembre de 2020. «Los tigrinos están ganando terreno. Los mejores generales del Ejército etíope, los que ahora están organizando la resistencia, eran del Tigray», explica Andreu Martínez d’Alòs-Moner, investigador del Instituto de Ciencias de Patrimonio del CSIC y experto en Etiopía. «Los que han matado a los cooperantes, lo han hecho con un objetivo. No se toca una organización humanitaria sin saber las consecuencias».
Hace unos días, Martínez leyó unas declaraciones del primer ministro etíope, Abiy Ahmed, que le dejaron atónito. El mandatario lamentaba que la ayuda humanitaria que se había recibido en los 80 a través de Sudán -en esa década, Etiopía padeció una terrible hambruna- había permitido a los tigrinos hacerse con el poder. «Con lo que ha pasado, esa reflexión cobra una dimensión siniestra», razona el experto. «No se puede decir quién ha matado a los cooperantes, pero el Estado etíope no favorece la ayuda humanitaria. Abiy considera a los cooperantes agentes de los tigrinos».